Comencé a musicalizar poesía en 1993, cuando fui invitada por la Fundación Hispanoamericana de Cali a realizar un Homenaje a Rafael Alberti por sus 90 años de vida. Realizamos entonces al lado del maestro de la guitarra Héctor Gonzáles, el montaje de varias obras del poeta, ya musicalizadas por compositoras como Soledad Bravo y Carlos Guastavino. De mi parte, aporté la música de algunos versos del libro Marinero en Tierra, primer ejercicio que me generó una mezcla de emoción y respeto con cierta sensación de timidez.
Pero cuando años después, retomé la experiencia de musicalizar poesía me reafirmé en aquel primer ejercicio. Era como confirmar que el ángel inspirador había estado allí, como otras veces en mis propias letras, acercado las musas y por supuesto los duendes, como diría Federico García Lorca.
Mi experiencia frente a este hermoso ejercicio creativo de musicalizar poemas ha sido un inclinarse reverencia ante los poemas que me llaman, y que en algunas ocasiones me desvelan porque se me quedan rondando por un rato en el aura antes de dormir y se acomodan durante el sueño nocturno para luego revelarse a pleno sol.
También he observado que hay textos que, aunque parezcan acercarse a la música, es mejor dejarlos habitar en la escritura y no insistir en ellos. En este ejercicio se va aprendiendo acerca de esta interacción; no porque el poema no tenga fuerza, o por abandono creativo a la tarea musical, sino por sensatez ante el mismo, cuando he sentido que es mejor dejar que el poema permanezca en su forma puramente literaria, que ese es su bello destino, y no precisamente el volverse canción. Se trata pues de una “elección mutua” donde el alma del poema nos habla.
Elegir un poema para llevarlo a la música, tampoco tiene que ver con si el texto está construido sobre la rima, o sobre un número específico de sílabas y versos; de si está resuelto en prosa poética u obedece a un estilo prestablecido como la décima o el soneto. Incluso de si sus versos son de construcción libre, lo que podría resultar mucho más retador. Cada estilo literario invita a la creatividad y al juego, al intento de nuevos enlaces, incluso a la elección de fragmentos, sin que por ello la canción sacrifique el sentido del texto.
Cuando retorné al poeta Aurelio Arturo con la inquietud de musicalizarlo, me atrapó “Nodriza” de Aurelio Arturo, un poema de estilo libre que me llevó a escuchar en mi memoria recóndita, la voz de una mamanegra, de una nana mestiza cantaora de arrullos, como aquella que aparece en el recuerdo del poeta cuando, ya en el éxtasis juvenil de su despertar erótico, recuerda a su nodriza. Este poecántaro, –que es como llamo a cada uno de los poemas que he musicalizado–, encontró su río sonoro al ritmo de mi tambor, y luego halló su acompañamiento justo cuando conocí al músico africano Gortsy Edu, con quien llevamos este canto ritual a la producción discográfica, en el primer volumen de mi álbum Mujer América.
Suele sucederme ante un poema, que casi simultáneamente a su lectura escucho vibrar dentro de mí su melodía y su cadencia. A veces con ritmo abierto y libre, otras, unida a las herencias sonoras de nuestros mestizajes, o del grito primigenio que habita la memoria ancestral.
Siempre habrá sensibilidades particulares para acercarse o no a musicalizar un poema, y es preciso decir también que para quien un texto resulta asequible, puede no serlo para otra vibración sensorial o creatividad sonora. De lo que sí estoy convencida es de la motivación genuina, y si se quiere, inocente ante un texto. Por supuesto, musicalizar poesía, es un ejercicio que nos pide toda conexión artística, intuitiva, asertiva.
La gran aliada siempre será la amada imaginación, aquella que nos lleva a percibir los ámbitos del poema. Y si es posible conocer su contexto, será también más más fácil con el alma de aquella otredad que lo escribió, para recorrer, sin
recetas, una musicalización que lo eleve mucho más.
Así, con esa audacia inocente, me he sumergido en poemas como “Laberinto” de Dolores Castro; a cantar las bellas palabras inventadas de Águeda Pizarro y su poema “Agua”; conectar a mi garganta a las vibraciones guturales de Abya Yala, poema de Marga López que abraza los nombres de lugares y etnias de la América; a zumbar como mosca entre los cafetines trasnochados de un poema surealista de Luis Vidales: La música. Con el aliado sentimiento del asombro, he intentado sumergirme en las meditaciones y nostalgias de Meira Delmar, en su amado mar; a sentirla al punto de la lágrima.
Cada vez voy agradeciendo las voces que tocan la puerta de mi inspiración musical ante un poema, ofrendando esta dicha de poecantar al lado de voces literarias maravillosas como las de Dolores Castro y Emilio Fuego de México; Carlos Alberto Castrillón, Fernando Urbina, Martha Lucía Usaquén, Gladys Molina de Colombia, y tantas otras vibraciones poéticas que se aproximan a este maravilloso éxtasis.
Mucho más habrá que contar de este abrazo feliz entre poesía y música. Concluiría diciendo en esta reflexión de síntesis, que quienes musicalizamos poesía buscamos en ella la revelación misma del sentido que la hace canción.